domingo, 6 de abril de 2014

Golpe De Suerte

Podemos mirar atrás y en algunas
ocasiones nos encontraremos con
pequeños, raros y, a veces, mágicos
momentos en los que un llamado
«golpe de suerte» tocó nuestras vidas.
Momentos que después o bien no
pasaron a más y quedaron en una
alegre anécdota, o se volvieron
experiencias que verdaderamente
influyeron en nuestras vidas. Lo que
estoy por contar es la historia de un
chico y su «golpe de suerte», que
pronto se convirtió en una experiencia
aterradora que marcaría su vida
profundamente, o al menos eso es lo
que creo…
Ya nadie prestaba atención a lo que
decía el profesor, el calor iba en
aumento al igual que el sinfín de
palabras anotadas en el pizarrón. Mi
aburrimiento era extremo y el
ambiente del salón no me ayudaba en
nada. Mientras paseaba la mirada por
el salón, noté que dos compañeros
hablaban en voz muy baja; sin
embargo, no fui el único que se dio
cuenta de esto. El profesor también
los había visto y comenzó a
regañarlos, enojado porque no
prestaban atención a su muy
importante lección, sentimiento
reforzado notablemente por el horrible
calor del día.
Después del regaño, el profesor
decidió que como castigo contaran a
todos los del salón qué era lo que
estaban platicando. Al principio
ninguno habló, pero después de que
fueron amenazados con la calificación
del examen próximo, contaron la
historia. Al parecer uno de ellos,
Santiago, le contaba a su amigo,
Javier, una serie de eventos extraños
y escalofriantes, eventos que estaban
destruyendo su vida y desmoronando
a su familia.
Al principio, pocos eran los que le
prestaban atención; el clima era
insoportable y la idea de escuchar a
alguien narrando sus problemas
familiares era algo que no queríamos
hacer. Pero una vez comenzado su
relato, su expresión se volvió sombría,
sus ojos se perdieron en el vacío y
cuando hablaba parecía hacerlo de
manera automática, por mera inercia…
En un día normal, Santiago se dirigía a
su casa después de haber concluido
las clases. Se encontraba tonteando
por las calles cuando, según él, un
fuerte sentimiento lo hizo ir a un
parque que se encontraba cerca de
donde estaba. Al llegar, simplemente
no supo qué hacer, así que comenzó a
caminar por la pista que normalmente
utilizan los ciclistas. Después de
caminar un rato, se dio cuenta de que,
aunque las clases habían terminado
hacía un rato, no había ningún adulto o
niño en el parque. Mientras sus
pensamientos se alborotaban debido a
tan extraña soledad, se dio cuenta de
que, un poco más delante de donde
estaba parado, había algo similar a
una carriola.
Tardó unos momentos en decidir, pero
al final se acercó. Era una carriola de
color negro, y conforme se iba
acercando comenzó a escuchar lo que
parecían ser unos balbuceos de bebé.
Al encontrarse a tan sólo unos pasos,
se detuvo en seco: ¿por qué se
encontraba un bebé solo en medio del
parque?, pensó, ¿que acaso no tenían
miedo de que se lo llevaran?
Mientras estas preguntas invadían su
mente, una pequeña mano se asomó
por la carriola, impulsándolo a
asomarse dentro de ésta. Lo que vio
fue un pequeño niño, balbuceando,
pataleando, nada extraño en sí. El niño
parecía estar jugando con algo, un
pequeño objeto redondo y de color
plateado; estaba tan absorto en su
juego que no se había percatado de
que Santiago estaba ahí.
—No tengo idea de si fueron minutos u
horas los que estuve viendo al bebé
jugar, por un momento mi mente
incluso quedó en blanco —comentó
Santiago—. Cuando por fin me di
cuenta, el bebé había dejado de hacer
ruidos y me miraba fijamente.
Los ojos del infante se apartaban de
Santiago, su mirada era inquisitiva,
curiosa, como si estuviera viendo a un
extraño bicho o animalito. Finalmente,
en un movimiento muy rápido (tal vez
demasiado rápido para un bebé), el
niño le extendió la mano en la que
tenía aquel objeto plateado, que
resultó ser una tapa de refresco; pero
al parecer tenía algo escrito en ella.
Después de dudarlo, Santiago la tomó,
y al hacerlo el bebé nuevamente
perdió interés en él y retomó su juego.
Santiago leyó la inscripción de la tapa
y su asombro no encontró cabida a lo
que estaba viendo, la tapa tenía la
leyenda ganadora de un concurso de
la refresquera, cuyo premio —que
Santiago había visto en algún
momento en un comercial de
televisión— era una camioneta
totalmente nueva.
Mi compañero no podía creer su
suerte, ¡un bebé le acababa de regalar
una camioneta nueva! Observó de
nuevo a su alrededor en busca de otra
persona, pero no vio a nadie.
Comenzó a alejarse de la carriola,
primero caminando y luego casi
corriendo, pero un momento después
se detuvo en seco: ¡no podía dejar al
bebé solo a medio parque! Cuando se
dio la vuelta, vio cómo una mujer se
inclinaba sobre la carriola y levantaba
al bebé, mientras que el pequeño reía
y sonreía al ver a la mujer que sacaba
un biberón para luego dárselo.
—Parecía ser su madre o niñera, así
que pensé que estaría bien —dijo
Santiago. Ya a esta altura, muchos
nos habíamos olvidado de la clase por
completo; incluso el profesor parecía
muy intrigado por el resto de la
historia. Así pues, Santiago continuó
—. En ese instante la señora levantó la
mirada y me vio; al notar que yo
también la veía, me sonrió y saludó
con la mano, y después tomó la
carriola y se fue.
Al parecer no notó que le faltaba aquel
pequeño objeto plateado con el que
jugaba el pequeño. Santiago se
encontró perdido por un segundo, no
sabía qué hacer. Finalmente, comenzó
a caminar muy aprisa hacia su casa,
sin volver a mirar atrás. Al llegar a su
casa botó la mochila al piso y buscó a
sus padres, su mamá se encontraba
lavando los platos, mientras que su
papá intentaba arreglar una pata
suelta del sillón de la sala. En este
punto muchos de mis compañeros y
yo pensamos que oír el resto de la
historia sería inapropiado, pero, de
nuevo, nadie detuvo a Santiago.
El joven les dijo a sus padres acerca
de la tapa, pero omitió todo lo
relacionado con la extraña señora y el
bebé; hasta la fecha no sabe por qué.
Su padre no tardó mucho en sugerir
que reclamaran el premio, pero su
mamá se sintió un tanto insegura con
todo el asunto. El padre de Santiago
tardó tres días para poder convencer a
su esposa y que así pudieran
reclamar el premio.
Juntos, Santiago y su papá llamaron a
la refresquera y, después de solicitar
algunos datos inscritos en la tapa de
refresco, corroboraron que en efecto
era una de las tapas premiadas.
Pasaron otros dos días hasta que la
camioneta por fin llegó a su casa; era
enorme y de color azul marino, un
vehículo impactante a la vista.
Todo fue euforia al principio, el ganar
un premio de tal magnitud era sin
duda algo para celebrar; su padre
estaba increíblemente feliz e incluso
su madre se alegró una vez recibida
la camioneta. Pero como ustedes se
imaginarán, pequeños eventos
comenzaron a suceder. Al principio no
eran más que ruidos lejanos (como si
alguien arrastrara alguna silla), así
como esa sensación de que alguien te
observa, eventos que uno va pasando
por alto por considerarlos comunes.
Sin embargo, todo fue empeorando
poco a poco, y ya no sólo eran ruidos
a lo lejos, sino que había cosas que
cambiaban de lugar, platos que caían
de sus estantes sin que al parecer
nadie los tocara. A aquella sensación
de ser observado se le sumaron
pequeños susurros que no venían de
ninguna parte.
—En una ocasión, estaba en el baño
cepillando mis dientes para poder ir a
la escuela, y cuando me estaba
enjuagando la pasta dental, escuché
un susurro que dijo, «¿Ya te vas?». Me
asomé al pasillo pero no había nadie,
y mis padres estaban en el piso de
abajo, por lo que no pudieron ser
ellos. Después de eso salí de la casa,
no tenía ganas de hablar con nadie,
así que no le dije nada a mis papás.
En ese momento del relato, volteé a
ver al resto del salón y me encontré
con otros compañeros que hacían lo
mismo, volteaban a su alrededor
desorientados, como si acabaran de
despertar repentinamente de un sueño
o un aletargamiento. Todo fue extraño
por un instante, sólo Santiago se
encontraba de pie junto a su butaca,
en tanto que todos los demás (incluido
el profesor) nos encontrábamos
sentados, con la expresión tensa,
rígida, parecía que estábamos en
algún tipo de trance.
—El clima que se percibía en mi casa
comenzó a tornarse pesado, tétrico…
en pocas palabras, tenebroso… —
continuó Santiago. Sus padres
parecían estar de mal humor con más
frecuencia, toda pequeña discusión se
convertía con alarmante facilidad en
una pelea verbal muy agresiva. En
una ocasión su padre estuvo a punto
de golpear a su madre, pero se logró
controlar de último momento. Otro día,
su madre se enojó tanto con Santiago
que, después de gritarle, arrojó un
vaso que por poco golpea al chico en
la cabeza. Los pleitos familiares
estaban subiendo de tono con cada día
que pasaba, y en algún momento la
palabra «divorcio» salió en un grito
histérico de la boca de la madre de
Santiago.
»Y después… todo simplemente se fue
al caño cuando recibimos aquella
llamada —dijo mientras un escalofrío
que lo hizo temblar recorría su
cuerpo. Nos contó que, una mañana, el
teléfono comenzó a sonar, y cuando él
contestó una voz extraña le dijo,
«¿Qué te pareció mi regalo? ¿Lo estás
disfrutando?». Cuando le hizo estas
preguntas soltó una carcajada que lo
aterrorizó. Santiago colgó el teléfono
sin decir nada, sentía cómo se le
helaba la sangre; al ver su rostro su
madre le preguntó quién había
llamado, Santiago le respondió que se
habían equivocado de número, pues
sintió que no debía contarles acerca
del bebé o de la tapa de refresco,
acerca de nada. La llamada dejó en
Santiago un sentimiento de
inseguridad y preocupación, ¿había
sido un error terrible el haber tomado
la tapa aquel día?, ¿o simplemente era
una broma enfermiza de algún
desquiciado anónimo? Él no quería
aceptar la idea de que aquel
maravilloso premio era en realidad un
artefacto que estaba trayendo
desgracias e infortunios a su familia.
Debía de ser un error, un simple y
común error, pero ¿cómo estar
seguro? Debía verificar la camioneta,
comprobar que no había nada de malo
en ella, pero debía hacer

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